16/2/11

El jacamar enjaulado (3)


[Primera parte]

[Segunda parte]




Efectivamente, el amanecer llegó sin novedad cuando tuvo a bien por rutina. Para mi orgullo y satisfacción, para cuando el negro del cielo empezó a graduarse hacia un azul cada vez menos oscuro a medida que se apagaban las estrellas, todavía no había dejado escapar ni un solo grito a pesar de las cuarenta y tres falsas alarmas de depredador al acecho, las cuales incluían veinticinco ramas rotas con su correspondiente crujido, siete incursiones de hormigas en mi ropa, sobre una docena de roedores nocturnos de tamaño despreciable, cuatro sonidos no identificados y una rana de un verde estándar.

La estadística fue rota con alarmante facilidad- y no por un grito ahogado no, por un estrepitoso y patético chillido- tras oír varios crujidos, un aleteo y un golpe seco. Aún en el extraño caso de que alguien, concediéndome un generoso (casi altruista) beneficio de la duda, pudiera pensar que aquello no hubiese bastado para hacerme gritar arriesgando mi vida, unas cuantas hojas y ramitas fueron a caerme encima, lo que, en mi estado de histeria reprimida degeneró con rapidez de un susto hacia un ataque de ansiedad imaginando insectos alados de más de 40 centímetros cayendo sobre mi melena.

Cuando, corroborando un par de minutos más tarde que si algo hubiera querido comerme lo hubiese hecho ya aprovechando mi estado de indefensión echa un ovillo en el suelo con los ojos tapados y me atreví a asomarme por encima del tocón-clavándome en la mano la enésima astilla de la jornada, e importándome poco a aquellas alturas-confirmé la cuadragésima cuarta falsa alarma en forma de pajarito. A juzgar por cómo se debatía en el suelo, un pajarito herido.

Todavía temblando, examiné de lejos y con precaución al pobre animal, dispuesta a cogerlo para examinar los daños tras declararlo inofensivo. Aún a pesar de la poca luz, pude distinguir el pecho rojizo, las alas verdes y el pico alargado del jacamar. Lo reconocí con facilidad por ser uno de los pájaros que Robert pretendía capturar esos días, recordando en particular como bromeaba sobre que las plumas negras que el ave tenía sobre los ojos, asemejándose a un ceño y el verde de sus alas, del color de mi vestido favorito, ofrecían un malhumorado y elegante parecido que él parecía encontrar especialmente gracioso.

La suerte, quizás pensando que ya me había castigado lo suficiente durante aquella larga noche, optó por realizar en aquel momento el primer acto caritativo con el que me obsequiaba en un tiempo. Al levantar la vista del suelo, tras levantarme, localizando de nuevo al animal para dirigirme hacia él, registré dos manchas doradas –esta vez si- entre los matorrales.

Como suele decirse, ocurrió todo muy rápido. El palo con el que me había armado al despertar de mi desmayo había bajado conmigo desde el tocón como consecuencia de mi intento desesperado de agarrarme a algo, descartado después, aunque afortunadamente no fuera de alcance, cuando prioricé el taparme los ojos. Agarrándolo durante los pocos segundos que la distancia al linde del claro donde se encontraba el animal cuando lo descubrí me las ingenié, no chillando hasta el momento del contacto, y sin cerrar los ojos y sin saber cómo, para atizarle a la enorme sombra con dientes en pleno salto antes de caerme, con tal suerte o destino que llegué a acertarle, con toda la contundencia de la adrenalina, en todo el cráneo.

El siguiente chillido lo provocó un ruido mucho más ensordecedor y alarmante, que, esta vez sí, me hizo no mirar. Abriendo los ojos en cuando se dispersó el sonido, me encontré con la aterradora imagen de un jaguar-en mis pesadillas aún enorme-caído y ensangrentado a pocos pasos de mis embarradas botas.

Bloqueada, acerté a mirar hacia arriba para sobresaltarme otra vez con los hombres que se habían materializado a mí alrededor. No muy altos, pero sí de tamaño suficiente y lo bastante armados como para haberlos registrado antes.

¿Me habían encontrado? Antes de que tuviera tiempo a alegrarme y a buscar alguna cara familiar, uno de los cinco sujetos, visiblemente nativo, se acercó al jacamar herido y lo levanto sin muchos miramientos por un ala, antes de hacer una mueca de disgusto, luego de asco y soltarlo para que cayera al suelo.

Aún en estado de shock, me lancé con un quejido a recogerlo, alarmada. Antes de dirigirle mi mejor mirada de indignación.

-Es un ser vivo, no un trapo.-Espeté de forma muy poco propia de mi mientras se la sostenía, quizás a sabiendas de que no iba a entender más allá del tono y la mirada de reproche.

Mi teoría del lenguaje universal vino a confirmarse cuando, también en un ademán de uso corriente a nivel internacional, él hizo ademán de golpearme como expeditiva respuesta. Impertinente hasta por signos. Julien estaría orgulloso de mí.

Una orden en un tono también expeditivo lo detuvo cuando yo ya me giraba con el bichito bien protegido entre mis brazos, preparada para recibir el impacto. Levantando de nuevo la mirada, me encontré con lo que, tras un primer examen-muy superficial, de obvio que resultaba una vez descartado el moreno de la piel y el corte de pelo tan poco civilizado- se revelaba tan extranjero en aquel lugar dejado de la mano de dios como yo.

Aquello, entendí de repente al registrar la apariencia general de aquel hombre alto y curtido, no era mi partida de rescate. Era una de furtivos. Mi última esperanza, pensé mientras cogía la mano que me tendía el líder, era que aquel hombre fuese lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que, como el pajarito, yo pertenecía al comerciante inglés que lo había contratado.

Algo, todavía no he descubierto el qué, me obligó a mantener la boca cerrada en vez de comprobar si alguno hablaba muy idioma. Probablemente simplemente el miedo primario a todo lo que me rodeaba que llevaba desarrollando durante horas y que, en aquel momento crítico, me obligaba a desconfiar, reacio a desprenderse de mí.

Nadie intento comunicarse conmigo, tampoco, mientras cargaban el cadáver del animal que me había atacado y al que yo se guía con la mirada con morbosa fascinación y aquella mano me guiaba de nuevo hacia el sendero, atenta a mis tropiezos. El jacamar ya no se debatía en mis manos, algo ensangrentadas entre las astillas y alguna que otra mala intención de su afilado piquito, pero seguía respirando y yo diagnostiqué un ala rota.

Pensando en esto, tan mundano y simple tras una experiencia tan cercana a la muerte, más bien traumática gracias a presentarse en forma de dientes, me permitió relajarme levemente hasta recuperar una actividad mental más o menos fluida, que solo sirvió para que la alarma comenzase a atacarme con toda la contundencia de, quién a efectos, está secuestrado.

Porque aquella gente eran cazadores. Furtivos, que no sabían quién era yo. ¿Hablarían con su patrón, anunciándole que habían rescatado a un trozo de harapos tembloroso que podría pertenecer a su expedición de las garras de un jaguar?, ¿pedirían rescate? Y si no… ¿qué iban a hacer conmigo?

Habiendo sobrevivido a una noche en medio de la jungla, de pronto una situación que facilitaba que mi familia me encontrase resultaba una mejoría, aunque me mantuviera fuera de peligro. Eso sí, no pensaba abrir la boca. Mi abuela, mujer sabia, practicaba la máxima de no decir nada cuando uno no sabe que decir. Aquel precepto, que tan bien habían incluido en mi educación, me llevó a reducir mis cuestiones a una tentativa mirada hacia el extranjero que me guiaba por el camino, ahora ya conocido, pero en una dirección extraña.

Para mi sorpresa, él me miraba fijamente de una forma que no me agradó del todo. Porque si en mis ojos había preguntas, en los suyos, de un verde intenso muy acorde con aquella piel saturada de sol y una melena castaño oscuro muy desastrada, reflejaban una curiosidad intensa.

Bueno, decidí. No eran ansias asesinas. Si podía fiarme de mi habilidad leyendo expresiones, claro. A tales alturas, exsausta, asustada y dolorida como estaba, por no decir emocionalmente agotada, terminó por darme igual. Comparada con la mirada letal y refractaria del jaguar desde luego no era crítica.

Decidiendo esto, cedí al lujo de desmayarme de nuevo.


~*~


(Continuará)



12/2/11

Querido lector,
hablemos hoy de algo mágico. Algo simple que inspire algo complejo, casi por definición, de algo que, aún bajo lo anterior, haga sentir más que pensar. Sentir intensamente, además.
Que cause plenitud, congoja, exaltación. Que lo sea todo con tan poco, que merezca el recuerdo eterno y que para el mundo no importe nada.
¿Sabes de que hablamos?
No, yo tampoco.
Pero fue bonito mientras duró.

8/2/11

Me gustan las cosas que no tienen sentido. En realidad, casi me resultan cómodas.
Es la tranquilidad de no necesitar una razón.
Como aquel día que me abrazaste y dijiste que podía llorar, así, simplemente dándome permiso. Me sentó bien, pero no he vuelto a hacerlo. Simplemente era lo que necesitaba en aquella ocasión, pero obviamente no resulta divertido ni práctico hacerlo a menudo.
Si, me gusta el absurdo. Me gustabas tú.
Porque la mejor manera de calmar a quien teme a los truenos es asegurarle que no le van a hacer daño, que estás ahí para impedirlo.
Tontería doble. Ni una tormenta te va a hacer daño (¿que interés tiene ella, en su natural fuerza y retumbe, en destrozarte particularmente, tan atrincherado en tu casa cerrada a cal y cando y bajo tres capas de sábanas metáforicamente blindadas?) ni nadie le va a chillar órdenes desde el tejado para impedírselo. Bueno, al menos con éxito, claro.
Pero tiene su sentido, precisamente porque ninguna de las dos cosas lo tiene. Si el miedo es irracional, el consuelo también puede serlo.
Aún así, en aquella ocasión era bastante tangible. Me refiero a que el mundo se me venía encima y tu no podías afirmar que todo iba a salir bien. Pero estabas ahí, lo sé porque te agarraba como si me fuese la vida en ello, y seguías estando ahí cuando me pediste que llorara y yo accedí sin reparos.
No solucionaste nada, pero me sostenías literal y figuradamente mientras temblaba y me tambaleaba emocionalmente.
Ya no estás, y... yo lo entiendo. Pero a veces me pregunto si es motivo suficiente para llorar o no. ...
¿Podría?
Dudo mucho y me tambaleo bastante. No me queda más que intentar concentrarme en la idea de que para sonreírte nunca, nunca, necesité ni pedí permiso.