26/12/10

El jacamar enjaulado (2)

[Primera parte]


Tardé horas en volver en mí, lo que significa que cuando comencé a funcionar lo primero que registré fue la noche. Asustada, volví a cerrar los ojos a toda prisa. Completamente desorientada y mareada, volvía a ser una niña pequeña asustada por la oscuridad. Así que allí me quedé un rato más, inmóvil si omitimos el temblor, repitiéndome una y otra vez "no pienses, no sientas y, sobre todo, no abras los ojos. No pienses, no sientas, cierra los ojos. No los abras, no pienses, no sientas."

El mundo me fue reclamando poco a poco. Me dolía todo el cuerpo y notaba la ropa húmeda pegándoseme a la piel y rozando con aspereza las magulladuras cada vez que intentaba moverme, oía el pingar constante del agua que había quedado tras un chaparrón (quizás el que me había alcanzado, quizás otro) y que el calor no había logrado evaporar, probablemente acumulada en alguna de las enormes hojas que crecían bajo los monstruosos árboles.

No me gustan los ataques de pánico, nunca me han gustado. Esa presión en el pecho, ese latido desesperado que bombea sangre con fuerza hasta que retumba en los oídos contribuyendo al caos que se desata en tu mente, bloqueada por el miedo, sólo capaz de gritar.

Pero no me atrevía a chillar, ni, ya puestos, a respirar con fuerza sumida en un ataque de histeria. Iba a morir, lo tenía claro, pero no tenía urgencia por sentir cualquiera que fuera el terror letal de la jungla que me estuviese aguardando desgarrándome tan pronto con horrible y mortal eficacia, sin darme tiempo siquiera a gritar de muevo, mientras sentía, silenciada, todo el dolor que precede a la muerte.

Intenté tranquilizarme como pude. La sensación era tan parecida al terror que le tenía de pequeña a la negrura que de pronto recordé el razonamiento con el que me había rescatado a mí misma al llegar a los once o doce años: la oscuridad absoluta no existe. Siempre hay una vela en otra habitación, el fuego o las brasas, la luz de la luna, o aún si ésta se oculta, el débil alumbrar de las estrellas. Tendrían que encerrarme en un cuarto completamente tapiado para privarme por completo de la luz, y yo no había hecho nada para merecer eso.

Así que poco a poco, volví a respirar con cierta normalidad y me obligué a abrir los ojos. Efectivamente, una vez que se me acostumbró la vista, me recibió el plateado fulgor de la luna, que en tantas ocasiones me había alegrado ver. Pero en aquella ocasión solo servía para confirmar que aún no me había devorado nada, y que estaría viva para sufrir cada agónico momento cuando, de forma inminente, algo lo hiciera.

Y todo por mi estúpido terror a las arañas. Por divagar, satisfecha en mi autocompasión, hasta alejarme de la seguridad por mi propio pie. Hay pocas cosas peores que considerarte inteligente y, de repente, golpearte con la realización de que has cavado tu propia tumba con tu estupidez, obvia de repente, saltando en círculos a tu alrededor con un gorro de colores y cascabeles, satisfecha en tu desgracia. Mis ojos se aguaron con rapidez, distorsionando con eficacia y esmero el claro en el que me encontraba.

Pobre Robert. Pobre, pobre Robert. No solo iba a quedar viudo tan pronto, si no que tendría que sufrir comentarios sobre el desafortunado accidente de su difunta esposa en aquellas lejanas tierras, chismorreados con entusiasmo. Lamentable, horrible. Qué mal debería sentirse por haberla arrastrado a un lugar tan peligroso, destinándola a morir tan joven. Hipócritas, ofreciendo un hombro al tiempo que lo interrogaban sutilmente para acceder a los detalles morbosos de su dramática aventura en el trópico. Por supuesto que Robert era mucho más inteligente que eso y no toleraría que jugaran con él, pero igualmente lo pasaría mal.

Y engordaría. Con toda probabilidad iría a pasar una temporada a casa de su familia, donde su madre se dedicaría a cebarlo y a buscarle otra mujer lo más pronto posible. Quizás aquella chica rubia de los Maxwell, hermana de uno de los mejores amigos de Robert y que estaba interesada en él a ojos vistas ya desde antes de que yo llegara, y en muy buenos términos con mi suegra por ser sus abuelos vecinos de toda la vida.

Aquel fue el momento en el que mi instinto de supervivencia comenzó a rebelarse contra el pánico y la depresión. Esa no era lo suficientemente buena paras sustituirme, ni de lejos. Para empezar, era rubia, y en una ocasión la había visto patear a un perro. Dejando aparte de que "patear", ya de por sí, no es propio de una dama, Robert no soportaría convivir con una persona que no amara a los animales tanto como él. Tampoco, como era mi caso, toleraba mucho a los idiotas, y habiéndola escuchado hablar un par de veces me encontraba en condiciones de afirmar que ella lo era. Desgraciadamente, ambas cosas podían ocultarse con relativa facilidad hasta que estuviesen casados y fuera demasiado tarde.

Y aquello no iba a ocurrir si yo podía evitarlo, decidí comenzando a mover lentamente extremidades para comprobar su estado.

¡Y cómo iba a recibir el resto de la familia a Julien en cuanto se enterasen de que había perdido a su prima! Y sin ella allí para alegar en su defensa que estaba perfectamente capacitada para perderse ella sola, gracias, él viviría para siempre con la culpa pendiendo sobre su cabeza e imagen.

Mis padres se quedarían sin nietos. Adara, mi criada, probablemente fuera despedida cuando la señorita Maxwell tomara posesión de MI casa. Sólo yo sabía que tenía dos hermanos pequeños a los que atender ella sola y a los que tenía el sueño de conseguir un buen empleo. Los libros estarían a salvo, siempre y cuando Robert estuviera en casa cuando la idiota comenzase a redecorar la casa.

¿Dónde estaba mi dignidad? ¿Mi competencia? No iba a morir allí tirada en medio de las hojas, para que aquellos horribles bichos disfrutaran con mi cadáver. La repugnancia que me causaba era idea, por si sola, ya me hubiera dado fuerzas para huir de allí saltando sobre los caimanes.

Aunque dolorida, parecía que me encontraba más o menos intacta. Varios cortes sangraban sin entusiasmo e intuía un par de chichones en la cabeza, y el único mal mayor parecía ser una muñeca torcida. Dolía mucho al moverla, pero al menos, examinada a la escasa claridad de la luna, no formaba ángulos extraños ni estaba exageradamente hinchada. Aquello era bueno.

Lo que fue todavía mejor fue la alentadora asociación de ideas: claridad, luz. Luna baja. Eso, según mis inexpertos cálculos, indicaba que no quedaba tanto como yo me había imaginado en un principio para el amanecer, momento en el que volverían a buscarme. Dado que recordaba haber rodado hasta donde me encontraba, y la gravedad tiende a ser previsible, presumí que el camino quedaba más o menos en línea recta cuesta arriba. Bien. La cosa comenzaba a reducirse a mantenerme viva hasta que se hiciese de día, encontrar el camino y esperar hasta que me encontrasen.

Comencé a hacer inventario mentalmente de la fauna autóctona que conocía mientras me sentaba con cuidado sobre un tocón, sacudía un par de hormigas que correteaban sobre mí (afortunadamente de tamaño asequible) y vigilaba con atención la negrura. Toda clase de insectos excepcionalmente grandes, ranas venenosas de estampados graciosos, delfines rosas, nutrias gigantes, monos, aves del paraíso, caimanes, jaguares.

Dado que las arañas y los jaguares trepan, descarté arriesgarme a partirme la nuca probando suerte a subirme a un árbol. De todas formas, a partir de observaciones sobre el patrón de conducta del par de gatos en posesión de mi madre en Londres me atreví a asumir que los felinos en general mantienen hábitos de sueño razonables. A salvo por esa parte. Mi clasificación natural de los caimanes como reptiles acuáticos invitaba a la tranquilidad. El paseo nos había alejado del río.

Eso dejaba a los monos, que a juzgar por la falta de su parloteo constante desde los árboles, que me llevaba mareando todo el día, también dormían y a las ranas. Una rápida inspección visual de los al rededores confirmó la ausencia de charcas.

La situación no parecía tan crítica, decidí escurriendo la falda para intentar colaborar con el secado. Me hubiese gustado encender un fuego, pero había visto el tamaño de las polillas de la zona en casa del tío Henry, entomólogo aficionado (para mi disgusto y el de mi abuela).

Quizás lo mejor fuera quedarme quieta y callada para no llamar la atención de nada que pudiera querer comerme.

Estaba realmente satisfecha con mi plan de acción. La paciencia y la racionalidad son virtudes, y una está cansada de oír como alguien acaba con un final trágico por dejarse llevar por el pánico. Sentándome erguida y alisando mi maltratado vestido, me dispuse a esperar pacientemente la llegada del sol, que, ajeno a mis problemas, me ofrecía la tranquilizadora seguridad de que seguiría girando pasase lo que pasase, y acudiría puntual a su cita, con algo de suerte, trayendo a Robert y a Julien con él.


~*~

20/12/10

El jacamar enjaulado (1)

No, no lo entienden. Allí las cosas funcionan de forma diferente.
No en el sentido de no tener luz eléctrica o de sufrir esa espantosa humedad, no. Absolutamente todo es distinto, desde la luz hasta las sensaciones.
Mi primera impresión al pisar el centro de Europa fue que había algo que fallaba en el aire, que estaba mal. Tardé un par de días en entender que lo que echaba en falta era, simplemente, la brisa del mar.
Nunca he tenido mucho apego por dicha acumulación de agua masiva, que tan fácilmente podría descargar su fuerza brutal sobre alguno de los barcos a los que mi marido conseguía arrastrarme de vez en cuando, y partirlo con nosotros dentro, ofreciéndole una muerte lenta por ahogamiento a los desafortunados que sobrevivieran a la colisión con las olas y a la lluvia de astillas.
Supongo que nunca he sido una persona optimista.
El caso es que era esa humedad, esa brisa constante que se hace notar quilómetros más allá desde que la costa se pierde de vista, o más bien la falta de ella, lo que me enervaba tanto.
El aire del trópico es, sin embargo, completamente opuesto. Allí, una vez que el mar se aleja se impone una densidad opresiva y un nivel casi ansioso de condensación que se unen a la pegajoso calor.
Y no hay forma de librarse de él.
Esa era una de mis principales preocupaciones la tarde en la que comenzó la historia, ocupada también en esquivar raíces enormes y cubiertas de musgo resbaladizo; flores extrañas y demás protuberancias selváticas mientras procuraba no perder el paso del guía y el resto de los turistas que conformaban la comitiva que me precedía. En total cinco personas, incluyendo a mi primo Julien, que a su vez era el motivo por el que había desechado mi plan inicial de atrincherarme en aquella destartalada estructura con cubículos que se hacían pasar por habitaciones y que el capitán del barco que nos había transportado río arriba había definido, con mucha generosidad y en su inglés precario, como el hotel de la aldea.
Julien, que acababa de terminar hacía un escaso mes sus estudios universitarios en leyes, y que por tanto estaba ansioso por hacer cualquier cosa que no tuviera nada que ver con ellos, se había mostrado más que encantado con la oportunidad de explorar la selva, aunque fuera por un sendero y bajo instrucciones de un nativo.
Aún con esas condiciones tan razonables, el paseo parecía sugerir algún tipo de aventura trepidante que serviría para comenzar sus memorias y cuyos matices épicos a mí se me escapaban.
Recuerdo haber buscado la mirada de Robert por encima de la inestable mesa donde, unas horas antes, nos habían servido un pescado alarmantemente rodeado de mosquitos, buscando ayuda para detenerlo y encontrándome, en su lugar, con una sonrisa divertida y un gesto de total aprobación.
-Es más, querida, deberías acompañarlo.
-¿Allí adentro?-Pregunté alarmada al tiempo que dirigía una mirada escéptica por la ventana. Bueno, o más bien por el espacio en la madera que había en la pared habilitado para ejercer como tal.
-Es sólo un paseo recreativo. No dejarán que os ocurra nada, para eso pagamos.-Sentenció, visiblemente más divertido cuanto más calaba la idea.
-¡Es cierto!-Intervino Julien, botando de la emoción en su sil… banqu… tabla sobre soportes de madera presumiblemente poco anclados.-Además, Robert ha dicho que no me necesitará hoy y yo estoy harto de jugar a las cartas. Nadie aquí habla bien mi idioma y tú siempre pierdes. Después de tanto tiempo en barco contigo, acaba por perder todo interés.-Concluyó sin malicia. Realmente yo era pésima en ello.
Sus ojos, de un ámbar oscuro pero brillante, reflejaban una expectación un tanto infantil. No pude evitar volverme hacia Robert frustrada, molesta por como alentaba su comportamiento de niño pequeño.
Aunque tan solo le llevaba dos años a mi primo, su actitud y porte le conferían un aspecto mucho más adulto y maduro, que supongo resultado de haber heredado el negocio familiar bastante antes de conocerme como consecuencia de la prematura muerte de su padre.
De espalda ancha y altura ligeramente superior a la media, había llamado mi atención con su precioso pelo trigueño, su voz profunda y su aire de competencia. Un problema no era un problema en manos de Robert Sharman. Como poco, una oportunidad de negocio, y como mucho, una seria inconveniencia.
-No es eso lo que me preocupa.-Contesté finalmente ante la falta de ayuda por su parte, mientras levantaba mi plato (o mejor dicho el trozo de madera circular que pasaba por uno) y observaba con asco como un ciempiés con las pinzas desalentadoramente grandes y demasiado peludo correteaba por la mesa.
Riendo entre dientes, Robert extrajo un pañuelo de su chaqueta (colgada de una esquina de la mesa por la simple costumbre de acudir con ella a las comidas, con aquel calor húmedo habría sido inhumano tenerla puesta) y lo sacudió fuera de mi vista.
Tras año y medio de convivencia sabía bien que aplastarlo al lado de mi comida habría sido una maniobra muy desafortunada.
-Me gustaba como había bordado ese pañuelo.-Murmuré con disgusto mientras recomponía el servicio de mesa (es decir, la tabla el cuchillo de caza y el pañuelo que yo misma usaba de servilleta).
-Bastará con lavarlo, prima. No seas tiquismiquis.
-¿Dónde?-Devolví con sarcasmo, harta de sus aires, mientras señalaba con la cabeza el agua del río, fluyendo ésta con su constante y desagradable tono parduzco.
-Déjala Julien. Ya ves que carece de espíritu aventurero. Tampoco es obligatorio que te acompañe.
Así que era eso. Pensé entrecerrando los ojos, suspicaz, en tanto que el bajaba la mirada y trataba de ocultar su media sonrisa dando cuenta de un trozo de una fruta que yo aún no había aprendido a identificar.
Aun viendo por dónde iba, hice un último intento.
-¿No se supone que Julien está aquí para aprender? No veo como va a hacerlo si lo dejas atrás cada vez que no necesitas estrictamente su ayuda.
Cometí el error de esperanzarme basándome en que Robert era una persona razonable. Siempre atendía a un buen argumento. A menos que él tuviese uno mejor, claro.
-Está demasiado emocionado como para pensar siquiera en algo que no sea explorar, y ver mundo tampoco es malo para la vida empresarial. A saber que catástrofe desataría si lo dejo un momento sin mi supervisión.
O sin la mía, claro. Y así volvemos, en antecedentes, a mi paseo por el campo tropical. Hacía ya rato que Julien, demasiado ocupado absorbiendo imagen por imagen la gama de verdes y sonidos naturales que lo rodeaba, había dejado de volverse para interesarse por mi dificultoso avance.
Realmente las botas daban demasiado calor y el ligero vestido largo se rasgaba con facilidad con las ramitas, pero al menos su tono granate disimulaba las manchas con notable éxito. No se me ocurría una opción mejor.
No tan impactada como él por el entorno- como mucho por algún que otro pajarito de plumaje particularmente vistoso-tuve tiempo de sobra para reflexionar sobre ese y otros menesteres durante las pocas horas-que a mí se me estaban haciendo eternas-que ya duraba la caminata.
En concreto, me lamentaba por lo bien que estaba funcionando la pequeña venganza de Robert por haber insistido en acompañarlo pero, a la vez, imponer mis formas a lo largo del viaje.
Me había oído lamentarme durante días sobre como Lily Doyle había disfrutado su safari en África cuando su marido visitó el continente para investigar posibles proveedores directos para su joyería. Más que los diamantes que Lily llevaba hasta dentro de su propia casa, los suvenires de su viaje o las anécdotas impactantes, lo que yo anhelaba era su oportunidad de hacer otra cosa que quedarse en casa esperando y mirar por las cosas.
Robert vivía cosas nuevas constantemente y yo quería participar en su vida. De menos de dos años que llevábamos casados, había estado de viaje casi ocho meses.
Quizás hubiese sido más práctico exponer eso directamente que dejarme llevar por el orgullo y vendérselo como simple envidia por Lily.
En las novelas, la realización suele golpear cuando una tiene una silla sobre la que dejarse caer o se encuentra bajo la lluvia. Como no era el caso, algo pareció decidir que procedía una tromba de agua al más puro estilo tropical –con fuerza y sin aviso- en aquel mismo instante.
Comencé a apurar en la dirección por donde creía que se había alejado el resto, probablemente mientras yo me paraba en seco sumida en algún punto importante de mi hilo de razonamiento.
Desesperada, busqué la espalda de Julien entre la espesa cortina de agua, que apenas permitía ver unos metros más allá entre la exuberante vegetación.
Después de tres días era perfectamente consciente de que todo intento de no empaparme gracias a una sombrilla era totalmente inútil, así que me limité a correr todo lo que la situación lo permitía siguiendo el camino.
Hasta que me encontré con un tronco caído que podría haber esquivado o saltado con toda tranquilidad de no haber ido tan pendiente de no tropezar y haber reparado en la araña más enorme que había podido imaginar siquiera, mucho menos ver, en mis escasos veinte años de existencia.
Marrón, peluda y del tamaño de un plato de postre, me recordaba a un tipo de marisco que me habían servido en una ocasión y que me había provocado pesadillas durante semanas.
No estaba realmente al tanto sobre las pautas de conducta del tipo de insecto que más me afectaba por mi fobia, pero había visto suficientes veces el efecto de un cubo de agua sobre uno de ellos como para correr tranquila una vez que empezó a llover, razonando que dar vueltas mientras se flota con las patas encogidas, aunque no sea mortal, debe ser lo suficientemente incómodo como para invitar a buscar refugio antes de que se formasen charcos entre las raíces y las hojas secas.
Pero no. Aquella monstruosidad parecía perfectamente cómoda obstruyendo mi camino. Es más, desplazó levemente dos patas hacia adelante.
Yo retrocedí.
Lo siguiente que recuerdo es caer, caer y rodar, recibiendo multitud de pequeños golpes y arañazos mientras piedras, ramas y raíces se me clavaban por todas partes cada vez que mi cuerpo hacía contacto, más y más rápido, con la escarpada pared de tierra resbaladiza.
Alguno de ellos debió dejarme inconsciente.


~*~

(Continuará... xD)

11/12/10

Noche

16-2-2009

Una noche preciosa, bastantes estrellas desde la terraza con sólo ayuda de los prismáticos pequeños.
Las pléyades se distinguen a simple vista y se distinguen todas con los prismáticos.
La nebulosa de orión también se ve con ellos. Parece un algodoncito.
Una estrella fugaz.


10-12-12

Tiene su encanto, saber en qué pensaba exactamente esa noche. Por más que lo intento, no soy capaz de recordar ningún acontecimiento, ningún detalle, de ese mes de febrero. Y fue tan sólo el año pasado. Pasase lo que pasase, no debió ser importante, o supongo que me acordaría.
Tampoco recordaba esa noche hasta que me encontré esa libreta, con apenas dos hojas escritas, en el fondo de un cajón.
Resulta curioso enterarme de que que se pueden anotar sensaciones. No, obviamente esas cuatro frases no evocan una imagen clara. Pero sé que se siente al encontrarse una noche despejada en pleno febrero. El cielo es más bonito en invierno, y es definitivamente extraño entontrar tanto brillo en época de lluvia. Por mucho que la adore, no deja de tapar las estrellas durante mucho tiempo. El suficiente para emocionarse de nuevo con tan solo mirar hacia arriba.
También sé como es salir al frío y quedarse allí extasiada, hasta tiritar con el aire helado que tan bien casa con ese brillo gélido y blanco, que empieza a tililar una vez que se te adapta la vista.
Qué bonito.
Nube de vaho.
Fue la primera vez que encontré una nebulosa. Polvo flotante en la nada, ya, no deja de serlo.
Pero brilla.
Y sobre todo, el gran premio a la observaciñón paciente.Ese sentimiento de navidad cuando eras niño, de recibir una sonrisa alentadora, de corazón, cuando tienes un día particularmente malo. El que hace que por un instante, tu universo se reduzca a emoción y fulgor.
El de cazar una estrella fugaz. Y oh, ya recuerdo…
Olvidé pedir un deseo.

8/12/10

Sonreír y asentir.

El arte de no estar ahí. Sonreír y asentir.
En resumen, si, mentir.
No hay por dónde huir, ni ya puestos, á donde. Tampoco un motivo claro por el cual querer correr. Tan sólo esa profunda sensación de agobio, que asfixia, que oprime, que ahoga el latir del pecho mientras el ruido de al rededor se reduce a un eco sordo que retumba de fondo, incómodo.
Y ladear la cabeza, sonrisa condescendiente. Apretar las manos sobre el regazo, que no se note el temblor.
No quiero estar aquí.
Luz artificial, humo de tabaco y ruido. ¡Molestan!
¿Por qué han echado las cortinas?
Silla incómoda. No te revuelvas. Espalda tiesa, rodillas juntas, barbilla alzada. Un esfuerzo, venga... Enfoca la mirada.
¿A dónde quiero ir?
Ri-e-te. Alguien ha dicho algo divertido. Encoger hombros, abrir mucho los ojos, sonrisa partida. Y de paso, respira. Ahogarse no queda nada natural.
A donde sea, pero no aquí.
Por favor, no aquí.

9/4/10

Alas Deo

Este es un relato corto que empecé hace casi un año y aún terminé hace un mes... yo funciono así xD Como quedará muy claro, no tengo ni idea de Historia ni la documentación fue particularmente rigurosa (wikipeeeeedia is love)... Pero la idea vino y fué entretenido escribirlo. Así que espero que alguien se divierta leyendolo =) Ahí va:



. Alas Deo .



El relato de Platón sobre la Atlántida termina abruptamente con la decisión de Zeus y los demás dioses del Olimpo de juzgar a los atlantes. Su delito fue la soberbia, el castigo, ceder su hermosa isla a las aguas.
Se decía del errante Céfiro que era el más hermoso de los cuatro dioses del viento. Curioso por naturaleza, decidió poner pie en la isla, poco antes de que los dioses mayores ejecutaran la pena, como tributo a la que debió ser la civilización mas bella de la historia. Tras depositar sobre ella la que sería la ultima primavera del lugar, el dios escondió sus alas y se dispuso a ser también su último visitante.


La primavera había llegado, como siempre, de manera bastante abrupta. Un sol cálido, todavía algo débil, bañaba la zona de Gadeirikês arrancando destellos a las calles blancas de la acrópolis. Aquello estaba bien, según pensaba Aeneas al salir de su estudio, escogiendo un camino al azar.
Odiaba la afixia del verano, pero aquella leve calidez después de su adorado invierno tampoco estaba del todo mal. Una brisa refrescante acarició su pelo proveniente de una de las calles del primer cruce que se topó. Parecía prometedoramente vacía.
Aislándose mentalmente del ruido y la gente mientras los esquivaba a ambos en dirección a la empedrada y estrecha calle, envió un recuerdo a los dioses del viento por guiarlo hasta el lugar tranquilo que buscaba para pensar. Y a Apolo y a sus musas, sin tener claro a cual de los dos tenía que agradecérselo.
Si al final de su paseo había encontrado la inspiración que buscaba, sería alas últimas.
Vagó en línea recta, con paso errático, la vista puesta en lo que tenía al rededor y la mente bastante lejos, durante casi una hora.
Entonces lo vio. Era un joven de su edad, haciendo a espejo exactamente lo mismo que él: perderse mientras se recreaba creaba la vista en los tallados de las paredes, los colores de la piedra o la belleza de las exuberantes plantas y las increíbles fuentes de agua integradas en ella.
Era extranjero, de eso no cabía duda. Lo delataban los brazaletes plateados, tan extraños en el mar de aleaciones de cobre que era la ciudad, su complexión, alta y esbelta, parecía el molde de la más equilibrada estatua de mármol en un pedestal que la colocara contra el cielo.
Y era hermoso. Tan hermoso que parecía haber nacido para ese papel. Extrañamente, y en contra de las costumbres locales, llevaba el torso desnudo, probablemente por el calor. Su pelo, de un color rubio ceniza casi desconocido para el artista, formaba parte de los haces de luz más que reflejarlos.
El agradecimiento lo hubiera hecho caer de rodillas si se hubiera atrevido a quitarle los ojos de encima, pero algo así era de las cosas susceptibles de desaparecer si se deja de creer en ellas durante un solo instante.
Nunca había rezado con tanto fervor.
El otro transeúnte acabó por reparar en él, era imposible no hacerlo, allí parado como estaba en medio de la calle, observándolo como si fuera oro caído del cielo.
Y Zéphyros estaba seguro de al menos no ser dorado.
A pesar de la intensidad de su mirada, el chico parecía de todo menos amenazador. Más bien enclenque aunque bien formado y de estatura media, las manchas de pintura en las manos y la nariz, el pelo alborotado por la brisa y el brillo en los ojos de un niño que ha encontrado un juguete maravilloso le daban un aspecto un tanto infantil.
Se preguntó que estaría pensando. También, como es lógico, porqué lo estaría observando de aquella manera. Lo cierto es que nunca le había pasado nada parecido.
Quizás debería preguntárselo.
No le dio tiempo. Mas bien con andar vacilante, el otro se acercó a él, reduciendo la distancia que los separaba a un par de pasos, y le tendió una mano.
Definitivamente, aquello era realmente curioso, pensó Zéphyros mientras depositaba la suya en la tendida y se dejaba guiar. En cuanto lo tocó, los ojos del chico emitieron un destello que solo se podía interpretar como de triunfo.
Mientras le seguía, dedicado como antes a la contemplación de la ciudad, aunque ahora al parecer con un desconocido rumbo fijo, se alegró de no haber hecho preguntas. Obviamente Aeneas no tenía nada que decir.
Aeneas. Ni se había dado cuenta de que se había interesado lo suficiente por el nombre como para averiguarlo. Aeneas... Era un nombre griego. Digno de alabanza.
Cuando cruzaron el último portal antes de detenerse, apenas con tiempo para ver el patio que tenía detrás, aquel último pensamiento se le quedó grabado.
Habían entrado en una gran cámara, de construcción un tanto extraña. Como muchas de las casas situadas en las laderas, ésta poseía una vista espléndida del resto de la isla y del océano.
Como si hubieran querido aprovechar eso al máximo, una de las paredes no existía, sustituida por anchas columnas que remataban en arcos que terminaban por entrelazarse en la bóveda de cañón del techo.
Y una vez los ojos se le quedaron prendidos allí, no pudo apartarlos.
Los frescos cubrían las parees desde la piedra del suelo hasta las bases de los arcos, sonde se interrumpían para dejar paso a la escena de la bóveda.
Zéphyros nunca había visto algo tan hermoso.
Aeneas, a poca distancia de él, las manos en las rodillas y aún jadeante por la subida a paso rápido hasta el estudio, pensaba lo mismo... observándolo a él.
-¿Posarás para mi?
El desconocido se movió, perdiendo algo de su perfecta apariencia de estatua para mirarlo. El pintor extendió un brazo para señalar la pared frontal, apremiante.
Allí, donde debería estar el apoteosis central de la obra, había un espacio en blanco. A Zéphyros se le abrió un hueco en el alma al ver tanta perfección inconclusa.
-Soy Aeneas.-Empezó el chico, vacilante.-Supongo que ya lo habrás deducido, pero yo he creado esto. Ese lugar...-desechó comentar que era un enviado de las musas para rellenarlo, parecía un comentario demasiado filosófico para encajar con él.-... eres perfecto para él. Quiero decir, esto... ¿como te llamas?
No contestó.
-Muy bien... Deo1.-Improvisó con una sonrisa. Zephyros se tensó con un respingo nada adecuado para quien era, sorprendido por el aparente acierto.-¿Posarás para mi?
Y él asintió.

~*~

-Aeneas...-A lo largo de aquellos cinco días, Zéphyros había aprendido cual era la entonación exacta que devolvía al pintor a la realidad, o al menos al estado mental en el que se movía con más coherencia por ella.
Lo cual tampoco era mucho.
-Aeneas.-Un susurro suave, como el que utilizaba para sustituir gradual pero impactantemente la calma que la precede por la mas suave tormenta. Debía ir lo suficientemente acorde con lo que fuera que pensara en medio de su trance creativo para que pudiera oírlo, o más bien para que quisiera escucharlo.
La expresión de intensa concentración del chico, labios infinitesimalmente fruncidos, ojos fijos, cejas elegantemente arqueadas, se deshizo de a pocos, hasta que terminó el último trazo, dignándose al fin a girar la cabeza hacia él, ladeándola expectante.
Con aquella sutil sonrisa que siempre le dedicaba. Le devolvió una similar.
-¿Qué planeas hacer cuando termines esto?-Preguntó con delicadeza.
Se había esperado una mirada en blanco y un tartamudeo confuso.
-mmm... Supongo que venderlo a un precio desorbitado a alguien que prometa no cubrir las paredes y limitarme a vivir hasta que sienta la necesidad de volver a hacer algo parecido. -Elaboró tras meditarlo un momento.
Se había girado completamente hacia la conversación, y el pincel y la paleta colgaban sobre sus piernas.
-Con vivir... ¿te refieres a buscar belleza?
Eh, al fin y al cabo, siendo lo que era, sabía como enfocar una conversación hacia donde quería, y desde donde fuera.
Aeneas parpadeó, sorprendido.
-Exacto.
Zéphyros rió como no lo había hecho en mucho tiempo. Era como oír la alegría de una flauta, y Aeneas enrojeció de placer al asumirlo como logro suyo.
En realidad, le hacía gracia pensar que pudiendo ver a través de la mente del joven, a este le sorprendiera que se hubiera dado cuenta de algo que exteriorizaba tan cristalinamente que ni siquiera le hubiera hecho falta decirlo.
-¿Te gustaría buscarla conmigo?
Despegó los labios y volvió a parpadear incrédulo.
-¿Eso significa que no te marcharás en cuanto termine?
Curiosamente, esa parecía ser la única parte que había registrado. Los ojos le brillaban exactamente de la misma forma que cuando se conocieron.
Así que se había convertido en la inspiración del chico, que original. Contuvo una nueva risa para no estropear el impacto de la siguiente frase.
-No... Me iré, y pronto. Pero preferiría que fuera contigo.
De nuevo, pareció asimilar solo lo que le resultaba impactante.
-¿Cómo de pronto?
Frenético, había abandonado las cosas sobre la banqueta y se había dejado caer de rodillas sobre un cojín a su lado, interrogándolo desde arriba con los ojos.
-Muy pronto.
-Pero...
-Ya casi has terminado conmigo.
Su figura estaba completa, excepto los ojos, porque estaba esperando por el tinte que necesitaba. No había duda de que en cuanto tuviera expresión, sería lo mas brillante entre la magnificencia general de la sala. Casi sentía orgullo de su propia imagen.
-¡No! ¡No es cierto!-Se había levantado y daba vueltas de un lado a otro como una fiera enjaulada.
No, no como una fiera. Como un ciervo pequeño, tal vez una liebre.
-Faltan las alas.-Sentenció suplicante en voz baja cuando volvió a pararse frente a él, taladrándolo con sus perturbados ojos grises.
“¿Las alas?” Repitió para sí el otro, impactado.
-Quiero ir contigo, pero tengo que terminar primero.
-Lo sé.-Respondió con sinceridad, pues la idea le dolía casi tanto como a él.-Pero no hay tiempo. Esto acabará siendo polvo...-dejó la frase en el aire, interrumpiéndose.- Ven conmigo, y vuelve a crear.
-Sé que acabará en arena, todo lo hace. Pero aún así...
-Será pronto arena, Aeneas.
-¿Como de pronto?
-Muy pronto.
La idea no pareció horrorizarlo tanto como había esperado. Se le desenfocó la vista un momento mientras parecía intentar regular su respiración, y con toda probabilidad el ritmo de su corazón y mente.
-Falta poco. ¿Me esperarás?-Dijo al fin.
No estaba preparado para aquella pregunta. Tampoco para darse cuenta de que tenía respuesta.
-Si no te da tiempo, ¿vendrás igual?
Cuando se volvió hacia su obra como si fuera la última vez, su mirada ya no era dubitativa, si no simplemente una extensión del suspiro que precedió al cabeceo de conformidad.
Si más, le dio la espalda y volvió al trabajo.
Horas después, quizás hasta un día, Zéphyros seguía echado en los cojines sobre el suelo, inmóvil excepto por los ojos que seguían las evoluciones del artista o para cambiar el codo sobre el que se elevaba para poder apoyar la cabeza en la palma de la mano. Se dedicaba a observar cómo el hueco de pintura blanca y gris algodonada que él había tomado por un boceto de nube al rededor de la reproducción de su pecho se elaboraba en una hermosas y poderosas alas de pájaro a juego con las de los pegasos blancos que volaban un metro mas arriba, sobre el arco.
Mientras pensaba, en nuevo, en ello, interrumpió una voz femenina desde la puerta, el primer elemento extraño que los había molestado en todo aquel tiempo.
-¿Maestro?-Zéphyros, desinteresado, se dejó caer de espaldas sobre los cojines, deduciendo por el tono vacilamente de la chica que le resultaba extraño llamarlo así, probabemente fuera demasiado joven. De cara como estaba ahora a los frescos del techo, no le cabía duda de porqué le habían dado el título.
-Maestro Aeneas...
Al final había optado por entrar por sí misma y avanzar hasta situarse cerca de él, de forma que su tono bajo pudiera sobresaltarlo de todas formas.
-...la pintura.-Añadió con una sonrisa condescendiente cuando éste botó en la banqueta con el susto y se volvió al fin hacia ella.
-...ah, eh... ¿pintura?-Le devolvió la sonrisa en cuanto registró la palabra.-¿La azul?
Ella asintió, al parecer encantada con la reacción.
-Muchas gracias, Thalassa.
-También hay algo de comida en la cesta. Porque te estás acordando de comer, ¿no es cierto?
Aeneas rió por lo bajo y como para demostrarlo, cogió una fruta amarillenta de la cesta y empezó a morderla con la mano contraria al pincel.
-¿Por qué no te quedas un rato?-Le dijo ya con aire ausente.-Hace demasiado calor para volver a bajar ahora mismo. Deo es buen conversador, te hará compañía mientras yo termino esto...
Su anormalmente largo discurso se fue desvaneciendo a medida que perdía atención en lo que decía. La sonrisa de la chica se desvaneció y su expresión se volvió preocupada. Obediente, se sentó en la banqueta que había cerca de un pilar, al lado de los cojines de Zéphyros.
Asintió con la cabeza en su dirección a modo de saludo, como si no le sorprendiera ver a un extranjero con aspecto de dios heleno y poca ropa echado en medio del estudio de su aparente amigo. El otro chico quiso achacarlo a que, obviamente, era el modelo.
-Ni come ni duerme, ¿no es cierto?
Lo sorprendió bastante. No se le había ocurrido que aquello fuera importante.
-Algo de fruta, de vez en cuando.
Ya antes de saber que se acababa el tiempo dormía poco, a menudo inquieto. Desde entonces no lo hacía, y fijándose ahora, de dio cuenta de las facturas grises que asomaban por debajo de sus párpados.
-Debería irme... me gusta verle trabajar, pero tengo cosas que hacer. Soy la hija de su maestro, y se supone que tengo que preguntarle si está dispuesto a tomar su primer alumno, pero dudo que lo considere siquiera hasta que haya acabado. No es habitual que los aprendices ayuden a terminar las obras de gran importancia.-La explicación sobre la costumbre, distinta de la continental, le invitó a deducir que se había dado cuenta de que era extranjero.- ¿Podrías mencionárselo tú cuando te preste algo de atención?
Su primer impulso fue decirle que no hacía falta preguntarle, que no iba a hacerlo porque se marchaba de la isla y ella debería hacer lo mismo. Después se dio cuenta de que no podía decir lo último, y de que lo primero no era necesario a aquellas alturas.
Asintió con la cabeza y lle se marchó con el característico paso elegante y enérgico de su raza, y que Aeneas no parecía compartir a menos que tuviera prisa o se sintiese turbado.
En el fondo lamentó no poder salvarla a ella también. Había seguido la última mirada de la chica a las pinturas y al pintor, y decidido que ella le gustaba.
~ *~

-¿Qué... ocurre?
La misma pregunta se repetía por toda la ciudad, por todo aquel ornamentado trozo de tierra que aún emergía desafiante sobre la furia del mar. Zéphyros lo sentía en todo su cuerpo, todas y cada una de las plegarias que los aterrados atlantes elevaban a todo el cielo y a quien hubiera allí que pudiese socorrerles.
No era un privilegio saber la respuesta. Se estremeció y cerró los ojos, intentando aislarse del torbellino de poder y emociones que lo rodeaban.
-La isla se hunde.-Dijo, y Aeneas lo oyó de alguna forma por encima del ruido.-Los dioses os castigan por haber querido conquistar Grecia.
-Y el mundo.-Añadió distraída mente, recordando algo que parecía insustancial y de un pasado lejano. Nunca había tenido nada que ver con la guerra, ni ésta le había interesado particularmente.
-Ya, si. Y el mundo.
-Nunca antes habían castigado a uno de sus pueblos por ambición.
Seguía sin entender, los ojos muy abiertos aún fijos en el cataclismo de aire fuego y agua que se desataba fuera, mostrándose a través de los arcos como si fuese una parte más de la pintura.
El viento los azotaba con furia, trayendo hojas, ramas, arena agua y hasta piedras y haciendo volar los pinceles, botes y bocetos que aún quedaban sin recoger.
Zhépyros, sin embargo, sí empezaba a comprender. Se volvió a la bóveda que tenía detrás, como comparándolo con la devastación de afuera, sacudiéndose el pelo de la cara.
-Nunca antes un lugar se había parecido tanto al Olimpo.
Un clamor tan lejano como aterrador se levantó en el horizonte. Y se acercaba.
La gran ola.

Triste, el dios extendió una mano.
-Vámonos.
Los ojos azules del atlante se apartaron de la catástrofe para pasearse por última vez por su obra, casi en trance, mientras Céfiro tiraba de él.



El relato de Platón sobre la Atlántida termina con la condena de la isla por parte de los dioses. Cualquiera, que al final del invierno, observe el terminar de la última gran tormenta desatada sobre el Altántico, cuando el mar y el cielo se calman en su escala de grises, las danzantes nubes de abren y cortinas doradas llueven sobre el agua en la más hermosa de las imágenes, podrá creer el final de la historia del dios del viento y el último artista atlante.

Y entender que aquella civilización muriera por soberbia.





Isabel V.



N. de la A.: Deo es un nombre griego que significa divino.

(Si, me hacía ilu poner una nota de la A xDDD)