26/12/10

El jacamar enjaulado (2)

[Primera parte]


Tardé horas en volver en mí, lo que significa que cuando comencé a funcionar lo primero que registré fue la noche. Asustada, volví a cerrar los ojos a toda prisa. Completamente desorientada y mareada, volvía a ser una niña pequeña asustada por la oscuridad. Así que allí me quedé un rato más, inmóvil si omitimos el temblor, repitiéndome una y otra vez "no pienses, no sientas y, sobre todo, no abras los ojos. No pienses, no sientas, cierra los ojos. No los abras, no pienses, no sientas."

El mundo me fue reclamando poco a poco. Me dolía todo el cuerpo y notaba la ropa húmeda pegándoseme a la piel y rozando con aspereza las magulladuras cada vez que intentaba moverme, oía el pingar constante del agua que había quedado tras un chaparrón (quizás el que me había alcanzado, quizás otro) y que el calor no había logrado evaporar, probablemente acumulada en alguna de las enormes hojas que crecían bajo los monstruosos árboles.

No me gustan los ataques de pánico, nunca me han gustado. Esa presión en el pecho, ese latido desesperado que bombea sangre con fuerza hasta que retumba en los oídos contribuyendo al caos que se desata en tu mente, bloqueada por el miedo, sólo capaz de gritar.

Pero no me atrevía a chillar, ni, ya puestos, a respirar con fuerza sumida en un ataque de histeria. Iba a morir, lo tenía claro, pero no tenía urgencia por sentir cualquiera que fuera el terror letal de la jungla que me estuviese aguardando desgarrándome tan pronto con horrible y mortal eficacia, sin darme tiempo siquiera a gritar de muevo, mientras sentía, silenciada, todo el dolor que precede a la muerte.

Intenté tranquilizarme como pude. La sensación era tan parecida al terror que le tenía de pequeña a la negrura que de pronto recordé el razonamiento con el que me había rescatado a mí misma al llegar a los once o doce años: la oscuridad absoluta no existe. Siempre hay una vela en otra habitación, el fuego o las brasas, la luz de la luna, o aún si ésta se oculta, el débil alumbrar de las estrellas. Tendrían que encerrarme en un cuarto completamente tapiado para privarme por completo de la luz, y yo no había hecho nada para merecer eso.

Así que poco a poco, volví a respirar con cierta normalidad y me obligué a abrir los ojos. Efectivamente, una vez que se me acostumbró la vista, me recibió el plateado fulgor de la luna, que en tantas ocasiones me había alegrado ver. Pero en aquella ocasión solo servía para confirmar que aún no me había devorado nada, y que estaría viva para sufrir cada agónico momento cuando, de forma inminente, algo lo hiciera.

Y todo por mi estúpido terror a las arañas. Por divagar, satisfecha en mi autocompasión, hasta alejarme de la seguridad por mi propio pie. Hay pocas cosas peores que considerarte inteligente y, de repente, golpearte con la realización de que has cavado tu propia tumba con tu estupidez, obvia de repente, saltando en círculos a tu alrededor con un gorro de colores y cascabeles, satisfecha en tu desgracia. Mis ojos se aguaron con rapidez, distorsionando con eficacia y esmero el claro en el que me encontraba.

Pobre Robert. Pobre, pobre Robert. No solo iba a quedar viudo tan pronto, si no que tendría que sufrir comentarios sobre el desafortunado accidente de su difunta esposa en aquellas lejanas tierras, chismorreados con entusiasmo. Lamentable, horrible. Qué mal debería sentirse por haberla arrastrado a un lugar tan peligroso, destinándola a morir tan joven. Hipócritas, ofreciendo un hombro al tiempo que lo interrogaban sutilmente para acceder a los detalles morbosos de su dramática aventura en el trópico. Por supuesto que Robert era mucho más inteligente que eso y no toleraría que jugaran con él, pero igualmente lo pasaría mal.

Y engordaría. Con toda probabilidad iría a pasar una temporada a casa de su familia, donde su madre se dedicaría a cebarlo y a buscarle otra mujer lo más pronto posible. Quizás aquella chica rubia de los Maxwell, hermana de uno de los mejores amigos de Robert y que estaba interesada en él a ojos vistas ya desde antes de que yo llegara, y en muy buenos términos con mi suegra por ser sus abuelos vecinos de toda la vida.

Aquel fue el momento en el que mi instinto de supervivencia comenzó a rebelarse contra el pánico y la depresión. Esa no era lo suficientemente buena paras sustituirme, ni de lejos. Para empezar, era rubia, y en una ocasión la había visto patear a un perro. Dejando aparte de que "patear", ya de por sí, no es propio de una dama, Robert no soportaría convivir con una persona que no amara a los animales tanto como él. Tampoco, como era mi caso, toleraba mucho a los idiotas, y habiéndola escuchado hablar un par de veces me encontraba en condiciones de afirmar que ella lo era. Desgraciadamente, ambas cosas podían ocultarse con relativa facilidad hasta que estuviesen casados y fuera demasiado tarde.

Y aquello no iba a ocurrir si yo podía evitarlo, decidí comenzando a mover lentamente extremidades para comprobar su estado.

¡Y cómo iba a recibir el resto de la familia a Julien en cuanto se enterasen de que había perdido a su prima! Y sin ella allí para alegar en su defensa que estaba perfectamente capacitada para perderse ella sola, gracias, él viviría para siempre con la culpa pendiendo sobre su cabeza e imagen.

Mis padres se quedarían sin nietos. Adara, mi criada, probablemente fuera despedida cuando la señorita Maxwell tomara posesión de MI casa. Sólo yo sabía que tenía dos hermanos pequeños a los que atender ella sola y a los que tenía el sueño de conseguir un buen empleo. Los libros estarían a salvo, siempre y cuando Robert estuviera en casa cuando la idiota comenzase a redecorar la casa.

¿Dónde estaba mi dignidad? ¿Mi competencia? No iba a morir allí tirada en medio de las hojas, para que aquellos horribles bichos disfrutaran con mi cadáver. La repugnancia que me causaba era idea, por si sola, ya me hubiera dado fuerzas para huir de allí saltando sobre los caimanes.

Aunque dolorida, parecía que me encontraba más o menos intacta. Varios cortes sangraban sin entusiasmo e intuía un par de chichones en la cabeza, y el único mal mayor parecía ser una muñeca torcida. Dolía mucho al moverla, pero al menos, examinada a la escasa claridad de la luna, no formaba ángulos extraños ni estaba exageradamente hinchada. Aquello era bueno.

Lo que fue todavía mejor fue la alentadora asociación de ideas: claridad, luz. Luna baja. Eso, según mis inexpertos cálculos, indicaba que no quedaba tanto como yo me había imaginado en un principio para el amanecer, momento en el que volverían a buscarme. Dado que recordaba haber rodado hasta donde me encontraba, y la gravedad tiende a ser previsible, presumí que el camino quedaba más o menos en línea recta cuesta arriba. Bien. La cosa comenzaba a reducirse a mantenerme viva hasta que se hiciese de día, encontrar el camino y esperar hasta que me encontrasen.

Comencé a hacer inventario mentalmente de la fauna autóctona que conocía mientras me sentaba con cuidado sobre un tocón, sacudía un par de hormigas que correteaban sobre mí (afortunadamente de tamaño asequible) y vigilaba con atención la negrura. Toda clase de insectos excepcionalmente grandes, ranas venenosas de estampados graciosos, delfines rosas, nutrias gigantes, monos, aves del paraíso, caimanes, jaguares.

Dado que las arañas y los jaguares trepan, descarté arriesgarme a partirme la nuca probando suerte a subirme a un árbol. De todas formas, a partir de observaciones sobre el patrón de conducta del par de gatos en posesión de mi madre en Londres me atreví a asumir que los felinos en general mantienen hábitos de sueño razonables. A salvo por esa parte. Mi clasificación natural de los caimanes como reptiles acuáticos invitaba a la tranquilidad. El paseo nos había alejado del río.

Eso dejaba a los monos, que a juzgar por la falta de su parloteo constante desde los árboles, que me llevaba mareando todo el día, también dormían y a las ranas. Una rápida inspección visual de los al rededores confirmó la ausencia de charcas.

La situación no parecía tan crítica, decidí escurriendo la falda para intentar colaborar con el secado. Me hubiese gustado encender un fuego, pero había visto el tamaño de las polillas de la zona en casa del tío Henry, entomólogo aficionado (para mi disgusto y el de mi abuela).

Quizás lo mejor fuera quedarme quieta y callada para no llamar la atención de nada que pudiera querer comerme.

Estaba realmente satisfecha con mi plan de acción. La paciencia y la racionalidad son virtudes, y una está cansada de oír como alguien acaba con un final trágico por dejarse llevar por el pánico. Sentándome erguida y alisando mi maltratado vestido, me dispuse a esperar pacientemente la llegada del sol, que, ajeno a mis problemas, me ofrecía la tranquilizadora seguridad de que seguiría girando pasase lo que pasase, y acudiría puntual a su cita, con algo de suerte, trayendo a Robert y a Julien con él.


~*~

2 comentarios:

  1. Esta ben, invita a continuar a lectura (o que nos impide o que a parte 3 ainda non a publicases xD) pero deberialo volver a ler, que ten algunha errata.

    Criticando son a leche xDDD. Espero que saibas que non vai en plan "aires de superioridade" nin nada polo estilo e que non che pareza mal :)

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